Se percató del detalle Xavi Pascual en la presentación en Madrid de los play-off. Y se lo dijo a Álex Mumbrú. «Me ha gustado la mirada que le has echado al trofeo. Se nota que lo deseas». Ayer, tras llegar donde nadie imaginaba, el alero barcelonés no podía, por más que lo intentó, contener las lágrimas. Es lo que tiene la genética de un campeón, el espíritu que ha conseguido contagiar a un grupo fantástico, una plantilla que le ha dado una lección al planeta ACB. Ha conseguido despojarse de los ropajes humildes para vestir sedas y gasas sin desentonar entre los invitados al mayor festín del reino. No cayó el Bizkaia. Murió de pie, como lo hacen los héroes. Sin un lamento, con el brillo en los ojos del que deja este mundo sabiendo que existe una segunda oportunidad, que será más fuerte en la reencarnación.
Al final se impuso la lógica en la suerte suprema de la ACB, cierto. No lo es menos que el desenlace por la vía rápida bien pudo no serlo, dadas las opciones que tuvieron los hombres de negro el sábado en el Palau y ayer en un Bilbao Arena estremecedor. El trofeo volará hoy a Barcelona junto al mejor equipo de la temporada. Es de justicia reconocerlo. No imaginaron los culés, por mucho que les llegara el eco de las gestas previas del Bizkaia ante el Power Valencia y el Real Madrid, que debieran acabar empleándose tan a fondo como sus también escasas cargas de energía se lo permitieran. Eran más, más grandes, mejor calibrados, más seguros de no toparse con zancadillas por el camino, con daños colaterales, efectos secundarios emanados de decisiones arbitrales. Su vida estaba llamada a ser más fácil, pero Katsikaris y su elenco se encargaron de que sufrieran el título.
No faltó nada ayer en el infierno de Miribilla. Sublime deportividad de una afición que no superó la barrera de la educación. Y eso que no faltó quien acusó a los medios locales de abrir el gas en el fuego en el que se precocinaba el tercer partido de la final. Daños en los oídos, tímpanos en el umbral de la sordera y lo más fuerte que sonó fue el coro acompasado que cantaba las excelencias dramáticas, las dotes para el teatro, las tablas que atesora un Juan Carlos Navarro, jugadorazo él, premiado con el merecido MVP en el desenlace de la temporada.
Lo quiso con todo su amor propio el Bizkaia. Lo tuvo en la mano en varias fases de un partido electrizante, de esos que son capaces de gustar incluso a quienes les da igual si gana uno u otro. Defensa, dureza, siempre en la final, noble, como debe ser. Apuntes estelares locales en el arranque, con un Mumbrú decidido a contradecir a la historia, a la estadística que convertía en misión imposible remontar un 2-0. El luminoso reflejó un corre que te pillo constante. Ventajas locales que no acababan de consolidarse, veredicto incierto. Lo intentaban los vizcaínos y conseguían colocar su techo en el final del primer cuarto. Para entonces, Conde ya había abierto la veda con decisiones de esas que creen los malos árbitros que les encumbran, pero lo que hacen, además de no dictar justicia es hasta provocar gestos de extrañeza en sus compañeros. La segunda falta que envió a Mumbrú a la zona de reflexión fue una de esas escandalosas interpretaciones del no reglamento, carentes de reflejo cuando la situación era protagonizada por alguien portando la chillona vestimenta culé.
Había esperanza, motivos, anhelos, suspiros, deseos, fundados todos ellos. Se esfumaron temporalmente en el arranque del segundo cuarto. Los siete puntos de ventaja quedaron reducidos a la nada. Casi cuatro minutos sin anotar. Pero los bemoles de este Bizkaia le capacitan para llegar a cualquier nota. Incrementaron la escala de agudos y le devolvieron la moneda al Barça, que se quedó sin mojar otra tacada de minutos. Rompió el mal de ojo Navarro con un triple precedido de una maratón. Sus pasos volvieron a ser obviados por los árbitros. Nuevos minutos de Ndong, convertido en el desatascador de Pascual, permitieron la primera ventaja foránea justo antes del descanso.
La cosa estaba extremadamente caliente y la temperatura no mermó en la reanudación. Hubo cambio de cromos. Los triples que no le entraban al campeón llegaron en ráfaga. Navarro, siempre él, dos, más dianas de Anderson. Los del Palau metían la directa y Jackson se decidió a dar señales de vida por primera vez en la serie final. Seis puntos consecutivos del base de Hartford contribuyeron a renovar la confianza de equipo y público. Tres canastas perseguidas hasta centímetros del aro, superando la marca de Sada y la ayuda de las torres catalanas. Magia para Ajax, queroseno para el 'efecto Miribilla'. Se apuntó Vasileiadis y de nuevo se engancharon los hombres de negro al posible 2-1.
Alternativa a los poderosos
Quedaba el partido pendiente del cuarto definitivo. Todo comenzó a oscurecerse. Arteaga -mucho nos lo temíamos algunos- sólo marcaba en una dirección, los rebotes largos acababan en manos del oponente y la falta de claridad de un equipo superado por sus propias revoluciones no ayudó a estabilizar la situación. Ya no quedaba combustible físico y solo con la mente no se le puede derrotar a un grande de Europa. Hasta aquí habían llegado un grupo de colosos que no doblaron la rodilla ante nadie. Murieron de pie, orgullosos, dolidos porque querían más, pero conscientes de que han contribuido a que nazca una cancha donde les temblarán las piernas a muchos. También ha visto la luz una alternativa a los más poderosos. Lo confirmó el trofeo de subcampeón que levantaron Banic y Paco Vázquez. Gracias por tanta emoción. Podremos contar que estuvimos allí, en el infierno de Miribilla.
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